Dos imágenes de Braulio Melcón (arriba izda. y abajo dcha.),
colgadas en la pared del bar Rancho Grande, de Cistierna
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Mi abuelo ha vuelto a la taberna. Tres décadas después de
su muerte, Braulio ha regresado a uno de los bares en los que se reunía con
amigos y conocidos, para nostalgia de unos y descubrimiento de otros.
En el bar Rancho
Grande, en la mismísima Plaza Mayor de Cistierna, en León, a los pies de
los Picos de Europa, se han instalado unos cuantos personajes y un montón de
recuerdos, congregados a través de fotografías antiguas tomadas en el propio
bar o en las proximidades. Y mi abuelo, que animó muchas y largas veladas en
ese y en otros establecimientos de la villa, se sumó a la fiesta.
Braulio Melcón era conocido en todo el contorno, tanto
como el borrico del que se servía para realizar su trabajo. Era Braulio, el del burro, y la fama de
ambos traspasó fronteras.
Fue mi abuelo sepulturero y precursor en el tratamiento
de residuos sólidos urbanos; es decir, el que recogía la basura y la
transportaba en el carro hasta el basurero –no había entonces CTR ni nada que
se le pareciese.
Luego se recicló y transformó su empresa –él, su carro y
su burro, básicamente- y se convirtió en transportista de mercancías
generadoras de energía; o lo que es lo mismo, repartía a domicilio el carbón
que la empresa minera de la zona entregaba cada mes a sus empleados.
Socarrón, creador de chascarrillos y amante de la juerga,
contribuyó denodadamente a la promoción de los vinos de la tierra, sin hacer
ascos a un Rioja o un Valdepeñas, que debían ser los más afamados de la época.
Y en su empeño por fomentar la viticultura y el florecimiento de las empresas
del ramo, no había día que no chatease
en unos cuantos bares de la villa, cuando chatear
no tenía más significado que tomarse unos cuantos chatos de vino.
El burro, fiel y paciente compañero, le acompañaba
abnegado en el recorrido, y no había más que observar dónde se encontraba el
pollino para descubrir en qué cantina estaba repostando el dueño. A la voz de “¡tira p´alante!”, el borrico seguía sin
dudar hasta la siguiente parada, que más que animal parecía un noble sirviente.
Y ahora, Braulio, el del burro y el burro de Braulio -tanto monta- han
vuelto a las andadas.
Al burro no sé pero a mi abuelo se le ve la mar de
contento.