Rosa roja, una por cada año de dolor |
Nunca le había regalado flores. Quiso haberlo hecho antes
pero no había encontrado el momento.
La descubrió radiante, deslizando el tenedor a su sitio
exacto, estirando la servilleta con los dedos, colocando la copa frente al
plato, a la derecha, con precisión milimétrica.
Había preparado mesa para dos, velas, un pequeño adorno
floral, un buen vino.
Lucía espectacular: vestido negro, tez morena y labios de
un rojo intenso, como el día en que él quedó para siempre prendido de su
sonrisa.
La cena tenía que ser perfecta.
La sorprendió el sonido de la puerta y el corazón volvió
a dar un vuelco. Se giró con rapidez, desconcertada al verle de pie, con un
ramo de rosas en la mano.
“Te traigo un regalito, cielo”, dijo sin dejar de observar
la mesa organizada con mimo. Y levantó la mano para que pudiese ver las flores.
Ella dio un paso atrás, sobresaltada, mirando fijamente
el puño que tantas veces la había golpeado. Y su sonrisa se transformó en
temor.
Arrastró con ella parte del mantel y las copas cayeron
sobre la mesa, derramando el vino sobre la alfombra.
El lanzó con fuerza las llaves y arrojó las flores contra
el suelo. Se acercó a ella con paso firme y agarró sus hombros con fuerza.
“¿Y ahora qué, siempre tienes que ser tan torpe?”,
gritaba. Apretó los dientes mientras la zarandeaba y sus ojos le devolvían el
reflejo del terror, de la pesadilla repetida.
Había preparado esa cena con detalle: su plato favorito,
el vino que más le gustaba, el vestido que había rescatado del fondo del
armario, el pelo suelto, ondulado, como aquel primer día.
Dejó caer el cabello sobre la mejilla para disimular el
morado de su rostro y cubrió sus piernas con medias negras para esconder las
marcas de su última derrota. Ensayó su mejor sonrisa y contuvo la respiración.
Trece años; debía ser el momento del cambio. La cena
tenía que ser perfecta, sólo así comenzaría la metamorfosis, se acabaría la
tiranía y la sumisión; todo sería como al principio. Lo había prometido.
La zarandeó con rabia, lleno de ira, y ella cerró los
ojos. Pasó la mano por su cabello y sintió el calor húmedo de la sangre
deslizándose entre sus dedos, tiñendo de rojo la negra melena. ¡Seguía siendo
tan bella!
Debía ser el momento del cambio; ya no habría más golpes,
no más abusos, ya no más palizas. Lo había prometido.
En el suelo, trece rosas, una por cada año de dolor;
rojas, como la sangre que brotaba de su cabeza.
Nunca le había regalado flores. Quiso haberlo hecho otras
veces pero no había encontrado la ocasión.