jueves, 17 de diciembre de 2015

EL VOTO RURAL Y EL PARQUÉ DEL DESPACHO


Papeletas de voto en un colegio electoral / Foto Diario Público


En la recta final de la campaña electoral los partidos políticos se lanzan en busca del voto rural, como en la novela de Miguel Delibes El disputado voto del señor Cayo, conocedores de que, ahora más que nunca, un sufragio arriba o abajo puede hacer que un grupo estrene diputado o que otro lo jubile. Nunca fueron tan importantes las migas del pastel.
   
Y como no cuesta lo mismo un diputado en Madrid que uno en Cuenca, en Ourense o en León, los candidatos ponen ojitos a los electores alejados de las grandes capitales, lanzan besos al aire, estrechan manos de amas de casa en los mercados, juegan al dominó en el Hogar del Jubilado o abrazan niños por las calles; cualquier cosa con tal de arañar un puñado de votos. Hay que seguir la tradición para tratar de convencer al electorado y pisar cada cuatro años un poco de barro; poco, no vayamos a estropear los bonitos zapatos.

Esos candidatos se acercan ahora a los pueblos con la promesa de devolver el esplendor de otros tiempos, de engancharlos al carro del progreso, sin percatarse de que los jóvenes se han ido marchando en alguno de los dos autobuses que circulan a diario, cuando hace años eran seis los que lo comunicaban con la capital. O en el tren, mientras sigan manteniendo los tres viajes diarios, aunque hagan parte del trayecto en autobús por problemas entre maquinistas y dirección de la empresa ferroviaria.

Se olvidan de que el médico ya solo pasa consulta un día por semana, porque los médicos y enfermeras del Centro de Salud más cercano son ahora cuatro menos de los que eran y no dan abasto.

Omiten que el colegio comarcal ha reducido aulas porque también lo han hecho los alumnos y los tres niños en edad escolar asisten a clase gracias a que sus padres se turnan para llevarlos, porque el transporte escolar ha eliminado ese pueblo de su ruta.

Callan que la carretera parece un circuito de trial porque olvidaron la promesa de un arreglo urgente que hicieron hace ahora cuatro años. Ocultan que cada vez que vuelven a ese pueblo marchan con menos boñigas en sus zapatos porque apenas quedan ya media docena de vacas atendidas por un par de ganaderos a punto de jubilarse.

Curiosa capacidad de olvido que no les impide desempolvar cada cuatro años la chaqueta de pana o el jersey de ochos, remangarse la camisa y volver a regalar pegatinas y sonrisas -cual repartidores de propaganda de una clínica dental- mientras contienen la respiración para no perturbar su olfato con el fétido aroma del estiércol.

Defienden la sostenibilidad del mundo rural, dicen todos, mientras se cruzan de brazos ante el despoblamiento y el abandono o -peor aún- mientras toman decisiones sin acercarse a pisar el barro, no se les vaya a estropear el parqué del despacho.

Ya lo dice el refrán: “prometer, prometer…”


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