miércoles, 11 de abril de 2012

LLEGARÁ EL DÍA


Manos acariciando una despedida
Llegaría el día en que pensase en él sin dolor pero ahora su silencio le causaba una herida urgente, impetuosa.
Había prometido amor, dulzura, pasión; una vida plena. Sólo le había dado un par de arrumacos y algún encuentro furtivo. Ahora, mutismo.
Había entrado en su vida de modo sutil pero se había vuelto abrupto, infranqueable. Era momento de sacarle de su mente pero no sabía siquiera si podría alejarse levemente.
Le había querido tanto que el recuerdo de su nombre le quemaba la garganta.
Pudo haber dicho tantas cosas. Y calló. Siempre callaba. Esperaba siempre.
Volvía la mirada y le veía allí, frotando nerviosamente las manos, vigilando si alguien les observaba, agarrándose sigilosamente a sus caderas, regalándole algún beso breve e intranquilo.
Aparecía sin anunciar y se iba también sin aviso previo, pero cuando llegaba requería su atención en exclusiva.
Le decía exactamente lo que quería oír, le dedicaba una sonrisa, le obsequiaba una caricia.
 Luego se llevaba su voluntad y le dejaba el aroma inconfundible de su cuerpo. Y un nuevo engaño. “Nos vemos pronto”, repetía. Y el señuelo quedaba preparado.
Esperó mucho, mucho tiempo, pero había decidido no esperar más.
Le deseó mil noches y no estaba, le llamó mil veces y no acudía. Siempre un problema, siempre una excusa, siempre una evasiva.
Siempre desaliento, siempre desencanto.
Se cansó de ser el “otro” clandestino y quiso poner fin a tanta desilusión.
Avanzó con paso firme y selló sus labios con el último beso apasionado.
Te quiero, pero ya no te amo”, le dijo.
Apretó contra las suyas sus manos temblorosas, miró inmutable a los ojos del amante sorprendido y sintió que finalmente se había liberado.
La próxima vez tendría que reunir el valor para decirlo.

lunes, 2 de abril de 2012

LO QUE CUESTA UNA SONRISA

Una sonrisa alegra a quien la regala y a quien la recibe

No sé si estamos ante un cambio de moda, de hábitos o simplemente ante una ola de estupidez, de mal gusto o de falta de educación, pero cada día tropiezo con más gente incapaz de practicar lo que en otros tiempos –cada vez parecen más remotos- se llamaba buenos modales.
De niña me enseñaron a dar los buenos días al entrar a cualquier lugar, o cuando alguien lo hacía; a despedirme al marchar, o cuando alguien se iba; a responder cuando me preguntaban y a dar las gracias cuando alguien me regalaba algo o tenía un gesto amable. Hoy se antoja algo de otro tiempo.
La gente parece inmersa en su propia individualidad, ocupada en no perder de vista su ombligo, y en ocasiones incluso molesta de que alguien trate de dirigirles la palabra. A un saludo amable responde un ceño fruncido y gesto adusto; al interés por colaborar, una mueca impasible e indiferencia. Como si se viviese en una molestia permanente, en insociabilidad perpetua.
¿Tanto cuesta una sonrisa, tanto una palabra amable, un poco de gratitud? No sirve la excusa de las prisas ni el ritmo vertiginoso en el que nos asentamos; tampoco las muchas tareas que nos ocupan.
Decir “gracias”  no lleva más de tres segundos y sonreír sale gratis.
Sonrisa, por favor. Y gracias.
Cuestión de educación –que no de conocimientos- y de buenos modales.
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