viernes, 10 de febrero de 2012

¿Y PODREMOS ELEGIR EL COLOR DEL LATIGO?

Viñeta de Forges sobre la reforma laboral / El País
Acaba de aprobarse la reforma laboral y el país parece un avispero. Las medidas aprobadas por el Gobierno han pillado por sorpresa a un hooligan inglés rezagado, que dormía la borrachera en Benidorm, y a un jubilado alemán de nombre Klaus,  cuando hacía su reserva en un hotel de Mallorca.
A uno y a otro les importa un pito lo que acaban de aprobar los ministros de Rajoy en esa reunión semanal de la que últimamente no salen más que disgustos, pero al camarero que me pone el café y al trabajador de la construcción que arregla la acera les ha sorprendido nada y menos.
A nadie que no haya pasado los últimos años en Winsconsin, o como ermitaño en el Altiplano, le extraña que el nuevo Gobierno haya sacado la tijera de podar y la haya metido hasta el fondo de los derechos laborales. Ya venía anunciando que había que hacer otro “esfuerzo” más, y el terreno lo han dado abonado patronal y sindicatos sin haber logrado un acuerdo durante meses. Tampoco hubiese servido de mucho, la decisión estaba tomada de antemano.
Desde hace un tiempo –parece una eternidad- los trabajadores han ido perdiendo derechos; no pueden enfermar sin miedo a ser despedidos, no pueden dar su opinión –ni cuando se la piden- por temor a represalias y no pueden negarse a ampliar su jornada laboral –de gratis, claro- sin ver caer la espada de Damocles sobre su cada vez más precario contrato.
Hubo un tiempo –remoto- en el que los trabajadores podían exigir el cumplimiento de sus derechos, reclamar un salario digno y hacer valer su negativa a dar su trabajo a cambio de nada; tampoco demasiado, claro, que de todos es sabidos que al que alza la voz le colocan una diana en el pecho y ¡pim, pam, pum!, leña al mono hasta que hable inglés.
Vamos, que el trabajador queda en bolas, indefenso, sin siquiera unos sindicatos con autoridad suficiente para respaldar, para hacer valer los derechos de quienes representan y organizar una oposición dura y contundente a estas medidas.
Y a todo esto, Rodrigo Rato sale diciendo que duda de que los sueldos de los políticos españoles estén a la altura. No dice a la altura de qué, pero se ve que a cada uno le duele lo suyo.
Los que sí están a la altura son los sueldos de la mayoría de los trabajadores –sin el adjetivo de políticos- de este país, pero a la altura del barro. Lo triste es que nadie hace nada en respuesta a esta vuelta de tuerca; otra vez, otra vuelta de tuerca, y otra, y las que hagan falta, que ya estamos avisados de que habrá más.
Y si giramos la cabeza, Gurtel, Garzón, Urdagarín, Grecia, las fosas del franquismo, Camps, las farmacéuticas y los hospitales, el lio del Consejo General del Poder Judicial, Spanair, Siria, la caída del Ibex, el desplome de las ventas de coches…
Como según el refranero, el que avisa no es traidor, a mí sólo me asalta una duda: ¿podremos elegir el color del látigo?
Y esta visión tiene poco de erótica –o quizás sí- y nada de festiva.

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